Tengo 78 años y me equivoqué. Sí, me equivoqué. Creía que lo sabía todo sobre mi negocio porque llevaba en él desde que era un chaval. Porque lo había levantado con estas manos, desde cero, cuando ni siquiera había teléfono en el taller. Porque conocía a cada cliente por su nombre y apellido. Porque no necesitaba pantallas para vender.
Pero lo cierto es que los tiempos cambian, aunque a uno no le gusten. Y yo me negué a cambiar. Esa fue mi condena.
Cómo fui dejando que mi empresa se hundiera sin querer verlo
Mi empresa era buena. Trabajábamos bien, nuestros clientes confiaban en nosotros y durante muchos años vivimos de eso y con dignidad. Teníamos tres tiendas físicas, un pequeño almacén, y mucho trabajo. Mucho.
Pero un día empezó a bajar la gente. Luego bajaron las ventas. Y después empezaron los meses en rojo. Y yo pensaba que era una mala racha. Que se pasaría.
El problema era que yo no veía que el mundo había dado un vuelco. Que la gente ya no entraba a las tiendas a mirar. Que todo lo hacían desde el móvil. Que esperaban reservar, comprar o consultar sin moverse del sofá. Y yo seguía confiando en los carteles y en el boca a boca.
Incluso cuando intentaron explicármelo, cuando me decían que ya no bastaba con tener buena atención o productos de calidad, yo seguía pensando que exageraban. Que lo tradicional no podía morir.
Pero sí que muere.
El día que mi hijo me dijo que se acababa todo
Mi hijo tiene 50 años y lleva toda su vida viéndome partirme el lomo con la empresa. Él no quiso seguir mis pasos, al menos no de forma directa. Estudió otras cosas, trabajó en otras partes, pero siempre estuvo cerca. Y cuando las cosas empezaron a ir mal, no dejó que me encerrara.
Un día me sentó en la oficina, con todos los números delante. No había forma de esconderlos. Llevábamos meses perdiendo. La tienda del centro iba a cerrar. Y él, con una calma que yo no tenía, me dijo:
—Papá, no es que tu empresa ya no valga. Es que el mundo ha cambiado. Y tú no has cambiado con él. Pero aún estamos a tiempo.
Yo, que siempre había tenido la última palabra, me quedé callado. Por dentro me dolía como una puñalada. Pero sabía que tenía razón.
Ese día dormí mal. Me dolía el pecho de pensar en cerrar. De pensar que todo ese trabajo, que tantas horas, que tantos sacrificios, se fueran por el desagüe. No por hacer las cosas mal, sino por no haber sabido cambiar.
Me costó aceptar que no sabía todo
La peor parte no fue el dinero. Ni las tiendas vacías. Lo más duro fue mirarme al espejo y entender que yo ya no sabía cómo funcionaba mi propio negocio. Que lo que servía hace diez años, hoy no bastaba.
Fue entonces cuando mi hijo me propuso algo que al principio me pareció una locura: crear una app. Una aplicación, como esas que la gente se descarga en el móvil. ¿Para qué? ¿Quién iba a querer tener una app de una empresa como la nuestra? ¿No era mejor hacer folletos, bajar precios, dar más servicio?
No. Mi hijo me insistió: la gente quiere tenerlo todo fácil, en el móvil, sin llamar, sin esperar. Me costó aceptarlo, pero decidí darle una oportunidad.
Yo pensaba que con un cartel bonito y una sonrisa bastaba. Pero no me daba cuenta de que muchas personas ya ni salían de casa para mirar. Que buscaban desde el sofá. Que comparaban. Que compraban sin hablar con nadie. Y yo no estaba allí. No existía para ellos.
Empezamos a construir algo nuevo desde lo que ya teníamos
Primero, mi hijo me hizo hablar con una empresa profesional de desarrollo de software a medida, Squareet, para que me explicaran lo que él ya me había dicho: que me había quedado anticuado y que una APP no era malo, que me ayudaría a conseguir más clientes y a tener más ventas.
Poco a poco, empezamos a construir una app. No algo genérico. No una copia de otra cosa. Sino algo que tuviera todo lo que necesitábamos: catálogo de productos, posibilidad de hacer reservas, información de cada tienda, ubicación, atención directa al cliente, promociones. Todo, en una sola aplicación.
Nos sentamos varias veces a pensar juntos: ¿qué querían los clientes? ¿Qué les resultaba cómodo? ¿Qué nos hacía falta a nosotros como empresa para organizarnos mejor? Y ahí salieron muchas ideas: un sistema de avisos, una agenda de entregas, incluso recordatorios para productos recurrentes.
Yo mismo, que apenas usaba el móvil, empecé a ver lo útil que podía ser eso.
La primera vez que la vi funcionar, me emocioné
Nunca lo olvidaré. Fue en la oficina, cuando ya estaba casi lista. Me dieron un móvil y me enseñaron cómo un cliente podía mirar todos nuestros productos, hacer una reserva, pagar, y elegir en qué tienda recogerlo. Sin hablar con nadie. Sin esperar. En minutos.
Yo, que siempre había creído que eso era frío e impersonal, me di cuenta de que no lo era. Era práctico. Era lo que la gente esperaba. Era lo que yo no supe darles antes. Y me emocioné. Porque por primera vez en mucho tiempo, vi que teníamos una oportunidad.
Y no solo eso. Era como si la empresa respirara distinto. Como si despertara. Mis empleados estaban motivados, incluso los que llevaban años como yo. Porque veían que por fin estábamos haciendo algo nuevo. Algo con sentido.
Lo que cambió desde que tenemos nuestra propia app
No voy a exagerar. No hicimos magia. Pero desde que lanzamos nuestra app, muchas cosas han cambiado:
- Las ventas han subido. De verdad. La gente compra más, porque lo tiene más fácil.
- Las reservas nos han salvado. Muchos clientes ahora reservan antes de venir. Ya no vienen «a ver qué hay». Vienen sabiendo qué quieren.
- El catálogo está siempre actualizado. No dependemos de imprimir folletos ni de explicar lo mismo mil veces.
- Nos ha llegado gente nueva. Clientes jóvenes, que antes ni nos conocían.
- Y los clientes de siempre, incluso los mayores como yo, han empezado a usarla porque les explicamos cómo.
- Gestionamos mejor el stock. Sabemos qué se vende más y qué menos, en tiempo real.
- Podemos hacer promociones personalizadas, sin gastar en papel ni en anuncios.
- Nos escriben directamente desde la app. No hace falta tener mil números ni redes distintas.
No fue solo una app. Fue una nueva forma de estar presentes. De volver a competir. De volver a ilusionarnos.
También ha cambiado mi forma de ver la empresa
Yo ya no llevo el día a día como antes. Eso es cosa de mi hijo. Pero sigo yendo cada mañana. Sigo escuchando. Y he aprendido algo que me costó años entender: no puedes cuidar una empresa si no entiendes a las personas para las que trabajas. Y hoy las personas viven con el móvil en la mano. No es bueno ni malo. Es así.
Gracias a la app, he vuelto a sentir que estamos vivos. Que aún tenemos mucho que dar. Que podemos crecer. Que hay futuro. Y eso, a mi edad, es un regalo.
Ahora me intereso más. Pregunto. Escucho. Veo los informes que salen de la app. Me enseñan gráficos y yo intento entenderlos. Porque sé que ahí está la verdad de lo que pasa con la empresa. Ya no nos guiamos por suposiciones. Tenemos datos reales. Eso me ha dado tranquilidad. Y fuerza.
Si pudiera volver atrás, cambiaría muchas cosas
Me duele pensar en el tiempo que perdí resistiéndome al cambio, en los clientes que dejamos de tener porque no dimos el paso a tiempo. En todo lo que podríamos haber hecho antes.
Pero también me siento afortunado. Porque no todo el mundo tiene un hijo como el mío, que no te deja rendirte. Y porque aún estamos aquí. Vendiendo. Atendiendo. Aprendiendo.
Y ahora que lo pienso, si alguna vez esta historia sirve a otro como yo, ya habrá valido la pena contarla. Porque uno no se hace pequeño por pedir ayuda. Se hace sabio.
Lo que le diría a alguien que, como yo, no entiende la tecnología
Le diría que no hace falta entenderlo todo para avanzar. Que basta con querer aprender. Que rodearse de gente que sabe, y que te respeta, es la mejor decisión. Que uno puede ser mayor, pero no tiene por qué ser terco. Que la tecnología, bien usada, no quita humanidad. La mejora.
Y sobre todo, le diría que una app no es un lujo. No es un capricho moderno. Es una herramienta que puede salvarte la empresa. Que puede darte visibilidad. Que puede acercarte a los clientes. Que puede darte vida.
A mí me ha dado paz. Me ha devuelto algo que creí que había perdido: la sensación de que todavía tengo algo que aportar. De que no estoy de más. De que lo que construí no se ha perdido. Solo se ha transformado.
Hoy vuelvo a mirar al futuro con esperanza
No sé cuánto tiempo más estaré al frente, ni falta que hace. Me siento orgulloso de haberle cedido la empresa a mi hijo. De haberme dejado guiar por él.
Hoy, con mis 78 años, vuelvo a caminar por la tienda con una sonrisa. Y cuando veo a un cliente joven usar su móvil para reservar, para comprar, para hablar con nosotros, me acuerdo de aquel día en el que casi cerramos.
Y pienso: menos mal que no lo hice. Porque lo mejor, quién lo diría, estaba por venir.